Un día, al final de la jornada, me contaron la historia de un apuesto y joven Narciso, que, cada vez que admiraba su reflejo, pensaba que era el ser más bello de la creación. Me cuentan que el Narciso, ayudado de la fuerza que proporciona el vigor y la persistencia de la curiosidad, cruzó el espejo y se adentró en una confortable cueva.
Las estancias y las grutas de la cueva eran recorridas por las suaves voces de pequeños duendecillos que cantaban, al unísono, baladas de amor. Estos duendecillos, me continúan contando, guiaron al joven e inexperto Narciso a través de recónditos pasadizos inundados de secretos y olvidados recovecos. Y me dicen que fue amablemente llevado hasta el umbral de una amplia estancia. Una estancia colmada de perfectas piezas de metal, relucientes a la vista, con forma de cubos, armónicos y regulares.
Tras cruzar el umbral de la sala, el Narciso, fue abandonado repentinamente por sus anfitriones. Con la marcha de los duendecillos, sus cantos se fueron diluyendo mientras la luz de la estancia comenzó a oscilar leve pero acompasadamente, palpitando sin cesar.
El Narciso, excitado por la curiosidad, sabiéndose descubridor de un tesoro, tomó en sus manos uno de los pequeños cubos de metal. No tardó en darse cuenta con amargura que las piezas quemaban al tacto, puesto que eran frías como puñales. En ese mismo momento, la seguridad que su espíritu albergaba, se derrumbó. Su rostro cambió y se contrajo violentamente a causa del dolor. La luz de la estancia aumentó considerablemente y esta luz contribuyó a dejar sordo el grito que brotó de las entrañas del Narciso, que, de pies a cabeza, comenzó a temblar.
Loco y con arrugas en el rostro, el anteriormente apuesto y joven Narciso comenzó a rebuscar entre las innumerables piezas de metal. Cada vez que entraba en contacto con ellas, una mezcla de dolor, terror e incomprensión asomaba a su rostro. Mientras, fuera de la estancia, las sombras se alargaban y deformaban dando forma a bailes macabros, que danzaban al ritmo que imprimía la luz que emanaba intermitentemente de la estancia.
La búsqueda desesperada del Narciso, cada vez más envejecido, parecía no tener fin. Los pequeños cubos eran lanzados con violencia de un lugar otro de la estancia. La luz vibraba toda velocidad, cada vez más excitada.
Un tierno duendecillo, cruzó el umbral de la estancia y se acercó a su huésped, momento en el cuál entabló una melódica conversación con el Narciso. En ella, el Narciso, atenazado por lo desconocido, pidió al duendecillo que le explicara si conocía la razón de su ansiedad. El duendecillo le contó entre cantos, que cada pequeño cubo encerraba dentro de sí las más mínimas historias individuales de amor no cristalizado. “Ese amor no correspondido es una fuerza tan grande que no se puede perder”, dijo, “por eso se convierten en pequeñas piezas de metal que se almacenan bajo tierra, protegidas por sus lugartenientes que adoptamos esta forma”.
El duendecillo, que se desplazaba con una cadencia perfecta, cogió uno de los cubos en sus manos y la estancia estalló en mil colores, mientras que un rítmico zumbido lo invadía todo. Y el duendecillo le entregó esa pieza al Narciso que, sumido en el más profundo desasosiego , cayó desmayado al suelo.
Me cuentan que luego el Narciso volvió a levantarse y que temeroso volvió a coger el cubo que el duendecillo le había entregado entre sus manos. De nuevo una luz y una vibración multicolor cobraron forma y sentido. Ríos de lágrimas se abrieron paso a través de sus mejillas. La infancia lo cubrió todo con su manto y los oídos sordos escucharon los tentadores susurros del pasado. Una sonrisa furtiva. El miedo que deja paso al placer. Experiencias inolvidables antes de las tres. Las miradas que cambian con los años y las relaciones que siempre quedan atrás. La soledad en compañía. Un rosario de penurias y alegrías. El sutil roce de su mano al terminar el postre. Lo mismo gatos salvajes que tristes panteras desengañadas. Y la tranquilidad que es propia de la estabilidad y la inquietud propia de la incertidumbre de la espera. Los sueños y las ilusiones reducidas a un puñado de cristales punzantes en la superficie del corazón. Y la última mirada, que se repite sin cesar mientras se pierde inexorable y lentamente en el vacío.
SILENCIO y OSCURIDAD.
Mis relatores me cuentan que el Narciso, visiblemente envejecido y con aspecto de agotamiento apareció en un paisaje envuelto por la niebla. Pasó, indeciso y vacilante, de la posición fetal en la que se encontraba a recobrar poco a poco la verticalidad y la compostura. Embobado y solo, se tambaleó por los caminos de una baldía estepa. Y lo que era un campo vacío se llenaba a cada paso de recuerdos, nostalgia y angustia. Figuras informes compuestas por jirones de niebla. Y ningún sonido, salvo el rugir del viento.
Finalmente, me cuentan que alguna vez el encorvado y envejecido Narciso, otrora apuesto y joven, ha sido visto cruzando las insondables profundidades de los bosques, cual duendecillo, buscando hasta el infinito pequeñas piezas regulares de metal, que, me dicen, encierran el desamor.
2 comentarios:
bue este cuento esta rere impecable que siga asi
bs!!!!!
Increible, tomé un fragmento de él..
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