No me preguntéis por qué, pero me veo espiritualmente obligado a volver a publicar, ligeramente cambiado, el siguiente post:
Bajamos la cuesta imbuidos por el olor a centeno,
mientras, veloces, nuestros cabellos revolotean en el aire.
Los secretos enredados bajo capas de hormigón
en el final del paseo, delimitado por los cedros.
Después, la catenaria del tranvía yace en el suelo,
colgando, yaciente y muerta.
El sonido del hielo resquebrajándose,
al compás que marca el inicio de la primavera.
Monotonía de lluvia tras los cristales,
iluminados con pobres estufas de gas.
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