domingo, 17 de diciembre de 2006

La Conexión Francesa (1)

Infierno de cobardes


Mi hotel estaba en La Bocca.

La Bocca es el barrio de Cannes donde vas cuando ya no puedes hacer frente a lo que supone La Croisette: Familias playeras de clase media durante el día, pescadores con neveras repletas de vino por las noches. Mucha gente había llegado el fin de semana, gente honrada, buenas personas, pero que no tenían nada que ver con el Festival. Seguramente, el mismo tipo de personas que piensa que el guión de una película lo inventan los actores mientras ruedan. Veraneantes de fin de semana. Tipos majos.

Recorrí a pata los cuatro kilómetros que separan La Bocca de La Croisette. No te gastabas pasta y era un paseo agradable de alrededor de una hora, por lo que lo hice todas las mañanas. Veía a las parejas jugar en la playa y a los matrimonios lidiar con los críos. Las olas rompían su espuma azul y blanca en la arena cobriza y dejaba volar mis malos pensamientos en el calor apagado del mediodía francés.

Hay películas buenas, películas maravillosas, obras maestras, y luego, están las películas de Sam Peckinpah. Estaba aún en el hotel. Sentado en la mesa de la terraza, mirando la programación, intentando aclararme las neuronas mientras devoraba barritas de muesly, que es lo único que tenía a mano para comer. Vi que proyectaban Duelo en la alta sierra y salí a toda hostia para allí. Llegué justo a tiempo. Pero le cabrón del acomodador casi no me deja entrar, como no, porque era un puto francés fascista y cabrón.

- Cést ici le film? -.
- Pardon, monsieur? – el muy cabrón no me entendía, es decir, no quería hacer el esfuerzo entenderme, como todos los gabachos -.
- Parlez anglais? -.
Su mirada lo decía bien claro: Te voy a joder.
- Pourquoi no français? -.
- Mon français cést un peu… ? -.
- Passez, monsieur -.

Encontré refugio en los brazos de San Peckinpah (habéis leído bien, que es santo por lo menos) y vi Duelo en la alta sierra, presentado por varios colegas suyos de borracheras. Sus cuerpos decrépitos me deprimieron un poco, pero todo eso se diluyó en cuanto llegó el clímax y, con ese tiroteo, volví a recordar porque amo tanto el cine.

Hay algo en las películas de Sam Peckinpah que no hay en ninguna otra. Es un sentimiento. Yo le llamo intemporalidad. Es la atmósfera, la sensación que te transmite. Maravillas como Grupo Salvaje, La Huida o Pat Garret & Billy the Kid o también Quiero la cabeza de Alfredo García, Los Aristócratas del crimen o Convoy, y, por supuesto, La balada de Cable Hogue son obras maestras por derecho propio. Contienen un lenguaje único que muchos cabrones se han hartado de desvirtuar.

El viejo Peckinpah, alcohólico y cocainómano hasta la médula. Hacedor de un universo propio irrepetible. Algunos colegas suyos, como Arthur Penn, Martin Ritt o Robert Mulligan también llegaron a alcanzar ese sentimiento de lo intemporal.

Recuerdo la primera vez que vi La jauría humana. Creo haberla visto de crío, pero años después volví a verla y cambió mi visión del cine. Garci ha cagado muchas cosas, pero hay que reconocer, que a todos los descarriados de mi generación nos abrió un camino al conocimiento que, de no ser por él, es posible que no hubiéramos encontrado. Porque su programa en La 2 sirvió para que cinéfilos empedernidos como nosotros disfrutaran como enanos y aprendieran como profesionales.

Un día de finales de junio, vi La Jauría humana en mi piso de Madrid. La ciudad apestaba y hacía un calor de mil demonios, ni aún con todas las ventanas abiertas podías conciliar el sueño. Yo tenía la cabeza para reventar de tanto examen y tanta mierda y todo eso contribuyó a crear la atmósfera adecuada. En La Jauría humana ves realmente ese sentimiento de Fiebre del Sábado Noche, ese rollo destructivo socialmente aceptable de pueblos alcohólicos y perturbadores, sumidos en el sexo, la violencia y la perdición. Si alguna vez se vuelven a hacer películas como esas o como las de George Roy Hill, que alguien me despierte, hasta entonces prefiero seguir en mi estupor estupefaciente.