miércoles, 23 de abril de 2008

La propuesta más honesta (vol. 2)

¡Seguimos de celebración, continuando la programación de Peckinpah en la Filmoteca! Hace tan sólo unos días, Víctor, Marcos y yo pudimos disfrutar - una vez más - de esa agridulce mirada al western y al cachondeo que es La balada de Cable Hogue

Sin embargo, el domingo me quedé sin ver mi predilecta Los aristócratas del crimen (los avispados ya habrán percibido que mi sello actual se llama The killer elite). Dejé pasar delante a una chica que llegó a la taquilla a la vez que yo ¡y se llevó la entrada! No hablaré de la mala hostia que se me puso, pero sí que intentaré escaparme del inminente rodaje de Bustamante. Uno de los nuestros, para ver aunque sea el principio y las secuencia del aeropuerto. Ya sé que a la gran mayoría de los que la hayan visto - como es el caso del buen amigo Víctor - no la consideraban sino una soberana estupidez, pero a mí me llegó en su día, precisamente por su absoluta imperfección y malditismo y creo que es una de las obras representativas de la autodestrucción de su director y una muestra de esa especie de serie B de éxito que se puso de moda en los 70 y que tanto adoro.

Ayer, disfruté en solitario de Pat Garret & Billy the Kid. Debía hacerlo así, para reencontrar muchos de los fantasmas del pasado que se quedaron en esa película. The Getaway y Pat Garret son la cima de la carrera de Peckinpah, sus dos películas más redondas. Sin el virtuosismo de Grupo Salvaje ni la desmesura maravillosa de Quiero la cabeza de Alfredo García, son una muestra de un cineasta en plena forma, de ese momento del subidón, justo un instante antes de los efectos secundarios. Y  es que el cine de Peckinpah es imposible de entender sin el alcohol (y las drogas en su última etapa). El amigo Sam, que se curaba los catarros a base de palmeros de ginebra y whisky, estaba con el "puntillo" a la hora de hacer esas dos películas tan seguidas - son prácticamente del mismo año - en el 72 La huida y en el 73 Pat Garret. Después, el amigo descubrió la cocaína en cantidades industriales y eso se deja ver en las películas posteriores, como es el caso de The killer elite

En 1973 Peckinpah perdió toda la inocencia que le quedaba. Pat Garret está  llena de ella. No una inocencia de estúpido, sino inocencia en el sentido de honestidad. No dejó de ser honesto, pero toda  mirada amable al mundo, se borró tras esa película. En Alfredo García no hay ni un atisbo de esperanza, The killer elite es una canto de cisne totalmente angustiado, para qué decir nada de la agonía que inunda La cruz  de hierro y así puedo seguir con Convoy y Clave: Omega.

El momento en que Slim Pickens muere en Pat Garret, con Knocking at heaven's door y un sol mortecino en el horizonte, es la propia muerte de Peckinpah la que vemos en la pantalla. Significativo es que sea el propio Peckinpah interprete un pequeño cameo al final de la película como fabricante de ataúdes. Además, los hace todos para niños (¿símbolo de la inocencia muerta? ¿La muerte de Billy el Niño es la muerte de lo que  de inocente le queda?) y es él mismo quien dice una frase, como en voz alta, que es: "Tu peor enemigo está dentro de ti mismo".

Fue Peckinpah quien dijo que jamás había odiado tanto a la industria, como después de que  le machacaran Pat Garret, la que sin duda había sido su proyecto más personal y en la que había volcado más energías y esperanzas, pues no sólo es su último western, sino que es su despedida del mundo, ya que todo lo que viene después no son sino bosquejos del mundo moderno en descomposición al que él odia. 

Jamás he visto un western como ese, con esos escenarios, esa dirección artística y ese nihilismo impregnado en cada fotograma. Incluso cuando Billy cabalga con la puesta de sol, lo hace reflejado en un lago, es decir, con la imagen invertida, la antítesis del clasicismo. Los puebluchos asquerosos, lo hediondo de la sociedad del far west, los personajes andrajosos, viejos, sucios... el clima de favoritismos, influencias de terratenientes, el juego sucio de los políticos, aprovechándose de las vidas sin rumbo de los ciudadanos de a pie no han sido tan puros en otra película como en esta.

Cuando Pat Garret & Billy the Kid termina, la sensación que me queda es de un melancólico sueño que se esfumó, de esa libertad que se suponía que eran Los Estados Unidos y que fue aplastada por los dólares. De una tierra preciosa y en la que cabían todos, a un latifundio vallado. "Están poniendo vallas a esta tierra" dicen en casi todos los westerns de Peckinpah y es que así lo sentía él  en su corazón, como alambre de espino que se le clavara, cada vez que no lograba hacer el cine que le habían prometido.

Pero ¿qué podía hacer él, si él mismo era su peor enemigo...?

jueves, 17 de abril de 2008

La propuesta más honesta

Hay cineastas honrados, como John Ford. Honrados en el sentido de que sus películas, el cuanto al contenido, al fondo, al paisaje y al mensaje ofrecen una clara perspectiva determinada y al servicio de unos postulados morales claros, incluso moralistas. Son lecciones de vida y de conciencia social. 

En cambio, hay otros cineastas, como es el caso de Sam Peckinpah, que son honestos. ¿Por qué? Porque sus películas, su contenido, su forma, su trasfondo y su mensaje responden únicamente a su propio individualismo. La tesis de  su obra tiene importancia en cuanto a lo que el propio cineasta considera importante para sí mismo, no para la sociedad. Precisamente, esto se ve clarísimo en Peckinpah ya que la sociedad que se ve representada en sus películas no es el reflejo de lo que debería ser, sino el adiós de lo que fue. El mundo de Peckinpah se muestra siempre en pasado porque es un mundo que está cambiando, no es ninguna idealización del mismo.

Estos días estoy disfrutando de tener la Filmoteca Española al lado de casa y, con el buen amigo Víctor, he tenido el placer de admirar - una vez más - las películas de San Peckinpah (que sí, que sí, es es santo). 

Aún me quedan unas cuantas, pero hoy quería referirme especialmente a una de mis  favoritas - no sólo de entre todas las cintas del cineasta californiano, sino de toda la historia del cine -. A menudo  es una de las olvidadas en las biografías y, cuando se habla de ella, se hace siempre tratándola como una obra menor. Es muy posible que Junnior Bonner pueda inscribirse bajo el epígrafe de "obra menor", en el sentido de que no hace unos planteamientos  tan rotundos como Grupo Salvaje o Pat Garret & Billy the kid, o también porque Peckinpah la rodó entre dos títulos más conocidos como son Perros de paja y La huida (de todas sus películas, mi favorita).

Junior Bonner creo que es una de las mejores películas de Peckinpah, porque es muy posiblemente su película más honesta. Una historia que, aparentemente, podría ser una soberana estupidez, es  en manos de Peckinpah un soberbio fresco costumbrista que ya  quisieran muchos otros "cineastas de costumbres". En manos de otro director, no hubiera dejado de ser un vehículo para el lucimiento de Steve McQueen, repleto de rodeos tontos y un clímax visto mil y una veces en la que el héroe consigue ganar a pesar de las adversidades. Cualquier otro habría hecho un final de 3 horas, plagado de música dramática y retórica de salón. 

No recuerdo quién fue el que empezó a rodar la película, pero puedo adivinar que Steve McQueen, productor de la misma, vio esto precisamente: que iba a ser otra película pobretona sobre rodeos y vaqueros. No dudó en despedirle y sustituirle por Peckinpah, al que había conocido en los primeros días de rodaje de El rey del juego, antes de ser despedido y reemplazado por Norman Jewison. 

McQueen, quien más  de una vez ha confesado que lo que más le gustaba era conducir su camioneta y beber cerveza, supo al instante que Peckinpah era su hombre. Que él lograría hacerle parecer un campeón que ya no lo es sin restarle un ápice de gloria. Supo que Peckinpah lograría transformar una historia sosa en un drama familiar de perdedores, aprovechados y callejones sin salida. Además, sabía que rodaría los rodeos como nadie. 

La escena del desfile podría ser una estupidez, de no ser por el nihilismo de Peckinpah, que hace cabalgar a padre e hijo a través del establishment de Arizona y saltar a lo suicida del caballo sin otro propósito que  burlarse del diablo y reírse de ello.

Destacaré tres momentos donde se ve que Peckinpah no sólo es un director de acción, sino  que es, rotundamente, el director más honesto que ha dado Estados Unidos. El primero, es la cena que McQueen tiene con toda la familia, excepto el padre, claro, donde rebaña el plato de comida casera con ansia bajo los ojos inquisidores de su cuñada Ruth. Número dos, la secuencia donde padre y madre de McQueen se reconcilian en las escaleras que suben al motel donde todos suben a fornicar. Como bien decía Víctor, es ella la que inicia el ascenso, a pesar de que está harta de él, y Peckinpah sitúa su cámara con la soltura de quien tira unas fotos con una automática. Y, para acabar, mi favorita, la escena de la estación de tren. Donde McQueen le confiesa a su padre que no puede dejarle ni un chavo, porque está en la ruina. El padre le suelta  una colleja y el tira el sombrero. Hay un silencio estremecedor, solo ensombrecido por los cascos del caballo sobre el asfalto. El padre se levanta a recoger el sombrero, sabe lo que hay con total claridad: él y su hijo son iguales, dos fantoches, dos tipejos. Un par de ratas sin solución. Es igual que cuando McQueen va a ver a su padre al hospital con una botella de whisky escondida entre las flores, a pesar de que su padre tiene prohibido beber. 

El padre se levanta, recoge el sombrero y, por unos segundos, el tren pasa y los separa mientras sólo pueden pensar en el poco futuro que tienen.

Cuando veo a McQueen así, cuando le veo encajarse la mandíbula, cuando le veo abatido sin perder el orgullo veo a Peckinpah, un tío honesto consigo mismo y capaz  de irse de cabeza a la tumba por hacer lo que considera que tiene que hacer.

Y así le fue, claro...

P.D.: Por supuesto, Peckinpah adora la acción y en Junior Bonner aprovecha cualquier momento para experimentar y lucirse. Así es el caso de las excavadoras destrozando la casa del padre y los rodeos. Rodeos que yo no he visto iguales en mi vida. Menuda  película, ¡La fiesta del cine! Así salimos Víctor, Olga y yo gritando y llenos de alegría. Poquitas películas así, ¿eh...?

viernes, 11 de abril de 2008

Autocrítica (vol. 2)

Ayer estuve trabajando de ayudante de dirección en un spot. Es algo que no me disgusta en absoluto cuando el equipo es majo. David Acereto de director de fotografía, Roberto Cuadrado de jefe de eléctricos y Ángel Gómez de maquinista son buenas razones para aceptar. Si además de eso, sumamos que hay que coordinar como a 40 figurantes entre los que destacan dos bailarinas semidesnudas, un imitador de Chikilicuatre, un tipo vestido de Soldado Imperial de Star Wars, una rollergirl rollo California, una supermodelo, un Picachu, un tipo vestido de Globber Trotter, un Power Ranger, una brasileños que hacen capoeira y más cosas que me dejaré en el tintero, son todo argumentos para no perderse una ocasión así.

Ayer, durante la mañana estuve calmado, pero al llegar la tarde, con toda la figuración, estuve en mi salsa. Me di cuenta de la "importancia del factor humano". Las máquinas me apagan. De verdad. No necesarias, son fundamentales, pero no dejan de ser meras herramientas. Las personas me dan energía. No es ningún rollo boy scout, pero manejando a un grupo de gente, llevándolos al terreno que tengo que llevarlos, hacer bailar y pasarlo bien cuando el rodaje se complica, hacer que no se den cuenta de los retrasos y las cagadas, organizarlos por secciones y sacarlos y meterlos del set ordenaditos sin que se sientan corderos... todo ello me da la vida.

Y es una de las razones por la que a Perceval le sigue faltando alma. Por razones personales, Perceval me absorbió hasta tal punto que nunca llegué a gritar "¡acción!". Tampoco estuve manejando a los figurantes. Palabra por palabra le decía a Karl, mi ayudante, lo que les tenía que decir y él lo decía en alto. No era por mantener una distancia jerárquica ridícula, sino porque no tenía energías suficientes para hacerlo yo mismo. Precisamente por la GRAN CULPA que cargaba al estar haciendo ese MONSTRUO GIGANTESCO. 

La culpa puede apretar más gatillos que cualquier arma. Y te deja hecho polvo.

Así estuve yo durante Perceval y por eso no pude entregarme como yo hubiese querido. Sergio, el diseñador de sonido, siempre me lo decía: no disfrutaba porque no me veía a mí en mi salsa. Él, que me conoce perfectamente, sabía que yo - en mi estado normal - habría estado animando el cotarro, que habría logrado que los extras hubieran hecho todas  las locuras inimaginables y que todos hubiéramos estado deshuevados de risa.

A mi me encantan los rodajes complicados porque me puedo enfrentar a ellos como si se tratara de una batalla. No en un sentido malvado-militar, sino preciso y detallado. Para Perceval desarrollé algunas técnicas de Kubrick para manejo de los extras que, mejor o peor, funcionaron. Dividir a la figuración y que funcione es igual de satisfactorio que cuando ves por primera vez ese plano en el combo con el cual llevabas soñando un año y medio. Me recuerdo a mí mismo rodando Jinetes en la tormenta en Belchite, marcando el ritmo de los figurantes para que hicieran un bucle y pasaran una y otra vez delante de la cámara y pareciese que había más gente de la que realmente había. Pero claro, nunca les hacía ir en la misma dirección ni mostrar el mismo perfil a cámara, así siempre parecían distintos. Unas veces estaban más cerca, otras más lejos, unas hacia la derecha y otras a la izquierda... naturalmente todo se cocía tras la cámara, en plano parecía todo de lo más normal, pero detrás era un circo. No un desmadre, un circo. Marcando el ritmo, como una coreografía, la gente lo entendió a la perfección y sabían hacia dónde debían ir cada vez. Ese plano salió bastante bien. Ese día me lo pasé en grande. Ese rodaje fue un disfrute.

No recuerdo en Perceval un momento así. El asalto al castillo fue una gozada por el ambiente, por las risas con Sergio, por lo ridículo de algunas cosas... pero no lo fue por una organización milimétrica, y no porque yo lo hubiera preparado con minuciosidad con Karl semanas antes, sino porque yo no estaba encima de todos ellos dejándome la garganta y haciendo que se lo pasaran bien haciendo una de las cosas más putas que te puede tocar en un rodaje: ser un extra.

Ayer curramos un huevo de horas, trabajamos duro, lo dimos todo... pero todos salimos contentos y riéndonos. Algunos hasta terminamos en tarimas de discotecas bailando con las go-gos que se habían pegado el día bailando en el rodaje.

Eso sí es hacer cine.