En plena preproducción de Perceval, cuando íbamos al castillo o al monasterio y yo empezaba a explicar a unos y otros todo el rollo histórico/místico/religioso, una de las preguntas que la gente más me hacía era: “¿Eres creyente?” Yo sonreía y trataba de explicarme: “No, no lo soy. Pero es la historia del Grial no habla de religión, sino de superación, de alcanzar metas”. Yo no sé hasta qué punto les quedaba claro, sobre todo a los extranjeros. Recuerdo que Karl, mi primer ayudante, se encogía de hombros ante tal explicación.
Nunca he tenido una educación religiosa ni la he querido, pero sí que he estudiado mucha historia del arte. ¿Y de qué está lleno el arte de nuestra historia? Pues de religión, coño. La pasta estaba en las manos muertas y ellos pagaban el arte. Un silogismo simple, claro y directo. Por eso mismo hay maravillas como El entierro del conde Orgaz, no sólo son una maravilla del arte, también de la publicidad. Por eso existen catedrales, iglesias y monasterios, lugares que al margen de su significado religioso, me apasionan.
Entonces, ¿por qué aportar segundas lecturas religiosas a las películas? Lamata ya me dijo que las historias que hago, inconscientemente son misiones fallidas, metas que no llegan a cumplirse. Quizá por eso mismo, los mártires me gusten más que cualquier otra cosa. Gente que se sacrifica, que sufre, que se deja la piel (y la vida) por hacer aquello en lo que cree. Ejemplos: Tras los pasos de Alcázar. Alcázar se interpone entre un tirador (ni más ni menos que el maestro Vigalondo) y su amigo, Costa. Recibe las balas por él, le salva la vida. Porque él piensa que es lo correcto, lo que un amigo haría por otro. Al final, Alcázar la palma por confiar en quien creía que era su amigo. El cabrón al que salvó y le roba su vida, su novia y la pasta.
Otro ejemplo es Noches Rojas. Hay varias historias, pero la más clara es la de Mendoza, un sicario de tres al cuarto al que torturan clavándole un clavo en la mano (Cristo en la cruz), muere con los brazos en cruz (no lo explico de nuevo) y la bala que acaba con él le atraviesa el costado como a Jesús. Además de él, Noches Rojas está repleta de segundas lecturas religiosas, básicamente porque habla en esencia de la culpa, la traición y la redención. Ella, la asesina a sueldo oriental, hay una momento que parece caminar sobre las aguas; a su paso las palomas la rodean y levantan el vuelo (Espíritu Santo); al final llora lágrimas de sangre; cuando llega el turno de matar a los jefazos de la ciudad corrupta, utiliza técnicas no convencionales. Una de ellas es ahogar en un jacuzzi a uno de ellos. Antes de ahogarlo, le baña y le lava los pies (Lavatorio) – me hubiera gustado rodar algo de esto en Lavapiés – y después ella se lava las manos como Pilatos. Luego está Fuertes, el poli corrupto. Al que martirizan a navajazos como a San Sebastián, entre otras cosas.
Y, claro, está Perceval. Luis Sorando, el magnífico diseñador de producción del corto, y yo estuvimos largo tiempo decidiendo qué número de caballeros habría sentado a la Tabla Redonda. Los relatos medievales difieren unos de otros y nosotros debíamos escoger algo adecuado a la historia y a la producción. Cierto día, descubrimos que doce era el número. Doce caballeros y el rey Arturo. Como los apóstoles y Jesús. Sentados en una Tabla Redonda, un círculo, símbolo de eternidad, que además son dos anillos concéntricos. El símbolo del círculo ya lo habíamos empleado en Noches Rojas, a la hora de preparar los duelos (e incluso en Jinetes en la tormenta, en el entierro de Mercader).
Lo de los círculos lo descubrí en Kubrick, y si no véanse la sala de guerra de Dr. Strangelove, ciertas partes de La chaqueta metálica, Barry Lyndon y La naranja mecánica, la orgía de Eyes wide shut, la reunión de la milicia en Espartaco, y toda 2001.
Pero ahí no queda la cosa. Por supuesto, el mártir en Perceval, es Perceval. Ya comenté hace poco que muere a flechazos como San Sebastián y con una lanza clavada en el costado como Jesús. Galahad es algo así como Judas, por eso está escondido en la Tabla Redonda hasta que le llega el turno de hablar, como en la mayoría de las representaciones de la Última Cena. Además, viste siempre de rojo, color asociado culturalmente al demonio. Así, Galahad surge de las entrañas de la tierra cuando sube por el pasadizo que le lleva a la capilla donde está esperándole el Obispo de Glastonbury, que le riega los oídos con palabras como Satán a Adán en el Paraíso perdido de Milton. También, Galahad recibe un baño (bautizo, lavatorio) y es al único que vemos en una escena sexual (escena que rodé en un travelling de dos ángulos perpendiculares. Si superponías una posición de vías a la otra, se formaba una cruz). El rey Arturo tiene una corona que recuerda a una corona de espinas; intentamos que Mordred, cuando reaparece en el saqueo, torturado, se asemejara a Cristo cuando es llevado a la cruz; y al igual que en Noches Rojas, las manzanas (¿explico algo del pecado original?), aparecen varias veces.
Además, de todo esto, también hay fragmentos de mitología y de la lucha entre misticismo y religión, pero eso lo dejo para otro momento. Ya es suficiente con todo este rollo.
Pero yo es que adoro las segundas lecturas, aunque no crea en ellas.
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