No sé si puede llamársele género, pero uno de mis géneros favoritos es el de las películas del “hombre contra la naturaleza”. Sí, coño, son esas películas donde un grupo de urbanitas termina perdido en medio de las montañas y tienen que arreglárselas solos. No siempre son urbanitas, pero suelen serlo. ¿Y qué me gusta tanto de todo esto? Que el encuentro con la naturaleza les hace encontrarse a sí mismos.
¡Oh, sí! Lo sé. El ejemplo que os está viniendo a todos a la cabeza es Deliverance. Bueno, está muy trillado, pero como decía Hitchcock: "más vale partir de un cliché que llegar a él". Esta película, dirigida en el 72 por John Boorman, es uno de los paradigmas, sino quizá el mayor, de lo que intento exponer. Recientemente, Víctor me descubrió la novela en la que se basa y película y libro son como dos gotas de agua. Si bien, en la película aflora ese espíritu ecologista que Boorman acostumbra a inculcar a sus filmes, sin ir más lejos en Excalibur, no vayáis a creer que es casualidad que haya tanto rollo con El Dragón, el bosque, la Dama del Lago y sobre todo, la conexión entre el rey y su tierra: que, en realidad, son uno. (Por algo hizo este hombre La selva esmeralda). En Deliverance, un grupo de colegas cuarentones se van de acampada el fin de semana. Su plan, bajar un río en canoa. Ellos, todos de clase media, con trabajos acomodados y un culo con forma de sofá. Todos, menos Burt Reynolds, que aún cree en la aventura. Él está ejercitado, siente pasión por la naturaleza, no cree en los seguros, sino en lo que él pueda hacer con sus propias manos. Sin embargo, estos cuatro urbanitas ven truncado su paraíso natural, cuando unos sureños malencarados, sin razón aparente – esto es lo mejor de película y novela, que todo parece surgir de un malentendido – les atacan y sodomizan. Pero el amigo Burt les salvará a base de flechazos de su arco. Luego la cosa se complica y son los más débiles del grupo los que deberán hacer frente no sólo al río (un peligro inexorable), también a los lugareños que intentan vengar a sus parientes muertos (un peligro humano). Naturalmente, los que logran salir de ahí, nunca volverán a ser los mismos. Y, lo que además caracteriza esta obra en detrimento de las demás, es que el entorno natural también se irá al traste, pues todo el trasfondo discurre sobre la base de que el río y el valle terminarán siendo una presa, con lo cual todo aquello que significó un día se irá también al carajo. Si eso no es ecologismo, ya me dirán qué lo es.
Acorralado (First blood, 1982) de Ted Kotcheff es una de mis películas favoritas. Sí, lo que habéis oído. Me importa un pijo que a la mayoría de vosotros le parezca aberrante que me guste una película de Rambo, pero yo al menos no voy a actos contra la globalización bebiendo Coca-Cola (o Pepsi, que es más “rebelde”). No voy a justificar porqué me parece una de las obras más brillantes de los 80, ni porqué destaca muy bien uno de los problemas que ocasionó la guerra de Vietnam, salvo pocas excepciones como El regreso de Ashby. Pero sí voy a decir que ejemplifica muy claramente la lucha de un hombre – ahora ya no es un urbanita, sino un tipo entrenado para vérselas con lo que sea – contra los elementos. John Rambo tiene que trepar por paredes de roca imposibles, coserse sus propias heridas, cazar para comer, confeccionarse su propia vestimenta, buscarse la manera de encender fuego… El tío es un paria, un soldado que cuando vuelve a casa no encuentra trabajo y nadie quiere, precisamente por su condición de soldado. Un sheriff de un pueblucho cualquiera le coge tirria pensando que no es más que un vagabundo y… ¡ya está liada! Y así, vemos que lo más curioso de todo esto, no es la lucha que Rambo libra con la naturaleza, sino que se ve obligado a llevar a cabo contra los hombres del sheriff, unos paletos que sólo piensan en pegarle un tiro entre las cejas.
Y vamos in crescendo. Lee Tamahori aportó su granito de arena con El desafío (1997). Esta es una de esas películas que si pillo por casualidad en la tele me quedo hasta el final. No puedo evitarlo, como con El golpe. En ella, Anthony Hopkins es un ricacho casado con una supermodelo. La chica en cuestión, Elle McPherson, tiene una sesión de fotos en medio de las montañas con uno de los fotógrafos en boga (Alec Baldwin) y al señor Hopkins no se le ocurre otra que organizar una excursión entre los machos para sentirse un poco hombres entre los montes. Naturalmente, todo se tuerce y Hopkins y Baldwin acaban perdidos en los bosques, perseguidos por un oso (casualmente el mismo oso que apareció de pequeñín en El oso, de Jean-Jacques Annaud y a la que la película de Tamahori está dedicada. ¿Cuándo habéis visto una película dedicada a un animal? Sólo por eso merece la pena. Y no hablaré de En busca del fuego de Annaud, porque me pegaría días enteros de esa maravilla). Pues todo eso de enfrentarse a la naturaleza y matar al oso es jodido, pero nada comparado con lo de no matarse entre ellos (McPherson se entendía con Baldwin y, claro está, Hopkins lo averigua). Lo cual nos descubre lo que todas estas películas encierran en sí mismas: el mayor peligro está en nosotros mismos. Precisamente, Baldwin dice en un momento de película algo así como “estando aquí, te das cuenta del poco sentido que tiene todo”. Se recuerda a él, mismo esnifando cocaína en la pelvis de una modelo y ve que toda la inocencia de la naturaleza se ha extinguido del mundo del hombre. La hemos extinguido. Es mentira eso de que la naturaleza es cruel, los hijos de puta somos los hombres. Todas estas películas tienen eso grabado a fuego.
Eso se ve muy claramente en un cineasta que casi lo lleva por bandera, Werner Herzog. Víctor siempre me dice que soy un Herzogiano sin pretenderlo. Fitzcarraldo y, sobre todo, Aguirre la cólera de Dios siempre me han impresionado. Delante de las cámaras, porque las historias son una buena muestra de este tipo de cine en el que el hombre va a la naturaleza para enfrentarse a los elementos y termina enfrentándose a uno mismo. Entre bastidores, porque Herzog era un loco que engañaba a unos cuantos europeos y a un montón de indios para perderse en el Amazonas y volverse completamente loco.
Una de las cosas que más me gustaba de Perceval era precisamente el irnos un montón de locos en medio de las montañas, alejarnos de la civilización, de todo lo que conocíamos hasta ese momento, y descubrir la película poco a poco, como el escultor que rescata la figura, rompiendo con un cincel el bloque de mármol. Consciente o inconscientemente, yo sabía que parte de todo ese proceso incluía encontrarnos con nosotros mismos y, lo que es más peligroso, con nuestros fantasmas. Quizá no lo sabía explicar como lo sé explicar ahora, pero algo de lo que todas estas películas puede enseñar es precisamente que no hay animal más peligroso para el hombre que el propio hombre. No es una visión Hobbesiana del mundo, ni mucho menos. Pero cuando Alec Baldwin mira a su alrededor en la naturaleza y ve la inocencia que han perdido, no es sólo un actor hablando. David Mamet escribió eso y seguro que él vivió algo que le hizo escribir esas pequeñas líneas. Las películas no existen porque sí, se basan en la realidad, en lo que nos sucede a las personas. Yo, allí perdido en las montañas, a menudo pensaba en lo altas que son y las subimos, en lo difícil que es arremeter contra el mal tiempo y los hicimos, en que luchar contrarreloj contra el sol es una audacia y la logramos, pero por mucho que avancemos, nunca tendremos la suficiente fuerza como para hacernos frente a nosotros mismos sin que salgamos heridos del encuentro.
Es a la vez uno de los alicientes y una de las cosas que te alejan de todo eso. Pero por eso precisamente buscas las montañas para perderte y por eso te impones retos como lograr algo artístico entre un maremágnum de pesadilla, porque necesitas superarte. A veces no se trata de vencer a tus fantasmas, sino de conocerlos y saber convivir con ellos. Quizá por eso se me ocurren tantas ideas que poder rodar allí, donde el cielo y la tierra se tocan. Quizá por eso tengo guiones con los que me muerdo las uñas sólo con pensar hacerlos.
Estoy deseando volver a las montañas.
¡Oh, sí! Lo sé. El ejemplo que os está viniendo a todos a la cabeza es Deliverance. Bueno, está muy trillado, pero como decía Hitchcock: "más vale partir de un cliché que llegar a él". Esta película, dirigida en el 72 por John Boorman, es uno de los paradigmas, sino quizá el mayor, de lo que intento exponer. Recientemente, Víctor me descubrió la novela en la que se basa y película y libro son como dos gotas de agua. Si bien, en la película aflora ese espíritu ecologista que Boorman acostumbra a inculcar a sus filmes, sin ir más lejos en Excalibur, no vayáis a creer que es casualidad que haya tanto rollo con El Dragón, el bosque, la Dama del Lago y sobre todo, la conexión entre el rey y su tierra: que, en realidad, son uno. (Por algo hizo este hombre La selva esmeralda). En Deliverance, un grupo de colegas cuarentones se van de acampada el fin de semana. Su plan, bajar un río en canoa. Ellos, todos de clase media, con trabajos acomodados y un culo con forma de sofá. Todos, menos Burt Reynolds, que aún cree en la aventura. Él está ejercitado, siente pasión por la naturaleza, no cree en los seguros, sino en lo que él pueda hacer con sus propias manos. Sin embargo, estos cuatro urbanitas ven truncado su paraíso natural, cuando unos sureños malencarados, sin razón aparente – esto es lo mejor de película y novela, que todo parece surgir de un malentendido – les atacan y sodomizan. Pero el amigo Burt les salvará a base de flechazos de su arco. Luego la cosa se complica y son los más débiles del grupo los que deberán hacer frente no sólo al río (un peligro inexorable), también a los lugareños que intentan vengar a sus parientes muertos (un peligro humano). Naturalmente, los que logran salir de ahí, nunca volverán a ser los mismos. Y, lo que además caracteriza esta obra en detrimento de las demás, es que el entorno natural también se irá al traste, pues todo el trasfondo discurre sobre la base de que el río y el valle terminarán siendo una presa, con lo cual todo aquello que significó un día se irá también al carajo. Si eso no es ecologismo, ya me dirán qué lo es.
Acorralado (First blood, 1982) de Ted Kotcheff es una de mis películas favoritas. Sí, lo que habéis oído. Me importa un pijo que a la mayoría de vosotros le parezca aberrante que me guste una película de Rambo, pero yo al menos no voy a actos contra la globalización bebiendo Coca-Cola (o Pepsi, que es más “rebelde”). No voy a justificar porqué me parece una de las obras más brillantes de los 80, ni porqué destaca muy bien uno de los problemas que ocasionó la guerra de Vietnam, salvo pocas excepciones como El regreso de Ashby. Pero sí voy a decir que ejemplifica muy claramente la lucha de un hombre – ahora ya no es un urbanita, sino un tipo entrenado para vérselas con lo que sea – contra los elementos. John Rambo tiene que trepar por paredes de roca imposibles, coserse sus propias heridas, cazar para comer, confeccionarse su propia vestimenta, buscarse la manera de encender fuego… El tío es un paria, un soldado que cuando vuelve a casa no encuentra trabajo y nadie quiere, precisamente por su condición de soldado. Un sheriff de un pueblucho cualquiera le coge tirria pensando que no es más que un vagabundo y… ¡ya está liada! Y así, vemos que lo más curioso de todo esto, no es la lucha que Rambo libra con la naturaleza, sino que se ve obligado a llevar a cabo contra los hombres del sheriff, unos paletos que sólo piensan en pegarle un tiro entre las cejas.
Y vamos in crescendo. Lee Tamahori aportó su granito de arena con El desafío (1997). Esta es una de esas películas que si pillo por casualidad en la tele me quedo hasta el final. No puedo evitarlo, como con El golpe. En ella, Anthony Hopkins es un ricacho casado con una supermodelo. La chica en cuestión, Elle McPherson, tiene una sesión de fotos en medio de las montañas con uno de los fotógrafos en boga (Alec Baldwin) y al señor Hopkins no se le ocurre otra que organizar una excursión entre los machos para sentirse un poco hombres entre los montes. Naturalmente, todo se tuerce y Hopkins y Baldwin acaban perdidos en los bosques, perseguidos por un oso (casualmente el mismo oso que apareció de pequeñín en El oso, de Jean-Jacques Annaud y a la que la película de Tamahori está dedicada. ¿Cuándo habéis visto una película dedicada a un animal? Sólo por eso merece la pena. Y no hablaré de En busca del fuego de Annaud, porque me pegaría días enteros de esa maravilla). Pues todo eso de enfrentarse a la naturaleza y matar al oso es jodido, pero nada comparado con lo de no matarse entre ellos (McPherson se entendía con Baldwin y, claro está, Hopkins lo averigua). Lo cual nos descubre lo que todas estas películas encierran en sí mismas: el mayor peligro está en nosotros mismos. Precisamente, Baldwin dice en un momento de película algo así como “estando aquí, te das cuenta del poco sentido que tiene todo”. Se recuerda a él, mismo esnifando cocaína en la pelvis de una modelo y ve que toda la inocencia de la naturaleza se ha extinguido del mundo del hombre. La hemos extinguido. Es mentira eso de que la naturaleza es cruel, los hijos de puta somos los hombres. Todas estas películas tienen eso grabado a fuego.
Eso se ve muy claramente en un cineasta que casi lo lleva por bandera, Werner Herzog. Víctor siempre me dice que soy un Herzogiano sin pretenderlo. Fitzcarraldo y, sobre todo, Aguirre la cólera de Dios siempre me han impresionado. Delante de las cámaras, porque las historias son una buena muestra de este tipo de cine en el que el hombre va a la naturaleza para enfrentarse a los elementos y termina enfrentándose a uno mismo. Entre bastidores, porque Herzog era un loco que engañaba a unos cuantos europeos y a un montón de indios para perderse en el Amazonas y volverse completamente loco.
Una de las cosas que más me gustaba de Perceval era precisamente el irnos un montón de locos en medio de las montañas, alejarnos de la civilización, de todo lo que conocíamos hasta ese momento, y descubrir la película poco a poco, como el escultor que rescata la figura, rompiendo con un cincel el bloque de mármol. Consciente o inconscientemente, yo sabía que parte de todo ese proceso incluía encontrarnos con nosotros mismos y, lo que es más peligroso, con nuestros fantasmas. Quizá no lo sabía explicar como lo sé explicar ahora, pero algo de lo que todas estas películas puede enseñar es precisamente que no hay animal más peligroso para el hombre que el propio hombre. No es una visión Hobbesiana del mundo, ni mucho menos. Pero cuando Alec Baldwin mira a su alrededor en la naturaleza y ve la inocencia que han perdido, no es sólo un actor hablando. David Mamet escribió eso y seguro que él vivió algo que le hizo escribir esas pequeñas líneas. Las películas no existen porque sí, se basan en la realidad, en lo que nos sucede a las personas. Yo, allí perdido en las montañas, a menudo pensaba en lo altas que son y las subimos, en lo difícil que es arremeter contra el mal tiempo y los hicimos, en que luchar contrarreloj contra el sol es una audacia y la logramos, pero por mucho que avancemos, nunca tendremos la suficiente fuerza como para hacernos frente a nosotros mismos sin que salgamos heridos del encuentro.
Es a la vez uno de los alicientes y una de las cosas que te alejan de todo eso. Pero por eso precisamente buscas las montañas para perderte y por eso te impones retos como lograr algo artístico entre un maremágnum de pesadilla, porque necesitas superarte. A veces no se trata de vencer a tus fantasmas, sino de conocerlos y saber convivir con ellos. Quizá por eso se me ocurren tantas ideas que poder rodar allí, donde el cielo y la tierra se tocan. Quizá por eso tengo guiones con los que me muerdo las uñas sólo con pensar hacerlos.
Estoy deseando volver a las montañas.
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