martes, 10 de julio de 2007

La culpa aprieta más gatillos (vol. 1)

A Víctor le gustaba que condujera otro cuando lo llevaban en coche. Le hacía sentirse importante. Nunca había querido tener un chófer, expresamente para esa tarea, pero Carlos la había cumplido todos los días de su servicio con la mayor diligencia. A Víctor le gustaba ir así en coche: Que le abrieran la puerta, que él pudiera relajarse en asiento trasero, leyendo el periódico, o simplemente perdiendo el tiempo, mientras otro se preocupaba del insultante tráfico. Le gustaba poder observarlo todo, con calma, sin tener que hacer nada. Así había sido siempre. Pero ese día, Víctor estaba al volante.

Conducía por esa carretera vieja y caliente a más de ciento sesenta, sin despegar el pie del pedal. Sabía que todo había salido mal.

En un viejo almacén, justo enfrente del banco, había colocado a un informador. Era un tipo algo corto de entendederas, pero de confianza. Desde donde estaba, controlaba todas las salidas del banco. Tanto la puerta principal, como la trasera que daba al callejón. No tenía más que recorrer de lado a lado ese piso vacío y destartalado.

Había sido barato comprarlos, tanto al piso como al informador. Víctor los consideraba su póliza de seguros. Si algo fallaba, el tipo informaría directamente a Víctor y, en el caso de que fuera necesario, mataría a quien hiciera falta.

Así lo había hecho. Víctor se alojó junto con Carlos en un pequeño motel de las afueras. Víctor esperó en la habitación toda la mañana. Sentado en la penumbra de las persianas bajadas, para soportar el calor de esa tierra que, cada día más, se parecía al desierto. Carlos estaba en el mismo motel, pero abajo, en el bar. Tomando algo y charlando con el jefe de policía del lugar. Le tenían fichado, sabían que todas las mañanas iba a ese bar a tomar un café y sería Carlos quien estaría con él esa mañana, dándole coba, siempre cerca de su radio, por si escuchaba algo que los hiciera ponerse en marcha.

El teléfono de Víctor sonó, era el informador. Todo había salido mal. Costa había matado a todos, pero Laura estaba muerta y el atraco había sido un desastre.

- ¿Tiene el dinero? – Víctor estaba frenético -.

- Sí, pero han muerto personas ahí dentro. De eso estoy seguro. La mayor parte de los rehenes han escapado. La policía no puede tardar en llegar -.

- ¡Acaba con él! ¡Maldita sea, atraviesa su asqueroso corazón con todas las balas que tengas, vacíale el cargador entero en el pecho! -.

El informador abandonó la habitación y el teléfono, para matar a Costa. En cuanto lo matara, debía volver a llamar a Víctor, pero no lo hizo.

Víctor esperó el tiempo prudente, antes de hacer nada y, cuando estaba marcando el número del bar, Carlos entró por la puerta.

- Otro muerto, en la calle, junto al banco, es nuestro hombre. Debemos movernos -.

Víctor conducía ahora como si nada más hubiese en el mundo. Todo lo que tenía en el mundo estaba en esa bolsa que Costa llevaba en alguna parte, donde quiera que estuviese. Aunque nadie lo sabía, es posible que ni siquiera Carlos, estaba sin blanca. Las cosas no le había ido demasiado bien desde hacía tiempo. Mala suerte. Eso fue lo que pensó al principio. Pero la mala suerte acabó siendo una putada y todo se fue a la mierda. No podía ni echar mano de su propio dinero. Tenía los huevos pillados con la puerta y algo tenía que hacer para solucionarlo, sólo él podía hacerlo.

Ahora era su dinero lo que le preocupaba. Matar a Costa era secundario. Recuperar lo que era suyo, lo que tanto esfuerzo le había costado robar, era lo principal.

Casi no lo pudo creer, cuando vio los cuerpos inertes de Alcázar y Laura, desparramados en el Triumph blanco de Alcázar, ahí en el mismo arcén. Pegó un frenazo. Las ruedas dejaron zigzagueantes marcas de goma en el asfalto y las pastillas de freno chirriaron como yeguas al ser marcadas con el hierro al rojo.

Cerró la puerta de golpe y se acercó hacia ellos. Carlos corrió, poniéndose a su lado. Cauto y precavido, la pistola en el cinto, cerca de la mano.

Víctor trató de pensar con claridad. Si ahí estaban los cuerpos de Alcázar y Laura, Costa no andaría lejos. Alguien había dejado ahí los cuerpos. Costa sabía que ese sería el camino que Víctor tomaría si tenía que llegar a la ciudad lo más rápido posible y por eso los había dejado allí. No había otra razón que para pavonearse, para acojonarle. “Eres el siguiente”, Víctor sabía que eso era lo que significaba en el idioma de los sicarios. Eso era en lo que Costa se había convertido, no era más que un asesino a sueldo, capaz de matar incluso a su mejor amigo.
Cuando escuchó el motor de un coche al otro lado del túnel, supo que era él. Miró, intentando fijar la vista en la sombra que se movía entre la oscuridad del túnel que se extendía delante suyo. Carlos se adelantó, arma en mano, dispuesto a disparar.

A pesar de que no podía ver más que su metálica silueta en el túnel, Víctor sabía que ese era el MG negro de Costa. No lo dudó tampoco, cuando las luces del coche se encendieron en la oscuridad. Costa en seguida salió del coche, en forma de sombra. No era otra cosa, salvo eso, una sombra.

Carlos no lo dudó, apretó el gatillo una, dos, tres veces. Sus balas rebotaron en el suelo oscuro como estrellas fugaces en una pálido cielo de verano, chisporroteando como cables en mal estado. Costa devolvió sus disparos, refugiándose en las sombras. Llegó un momento que Carlos no sabía hacia dónde disparar y que, al mismo tiempo, no lograba averiguar de donde venían las balas que le estaban agujereando el pecho.

Cayó en redondo al suelo. Ni siquiera sintió dolor al romperse la nariz contra el asfalto, para entonces ya estaba muerto. Víctor se había escondido bajo el coche de Alcázar, oculto como podía tras la rueda. Después de los ensordecedores disparos, que rebotaban en el túnel como el eco de lo gritos en la noche, todo parecía haberse calmado. Como si ya nada malo pudiera ocurrir.

Víctor trató de llamar a Carlos, pero no tardó en averiguar en estaba muerto. Víctor intentó aclarar sus ideas. Tenía que haber un modo de salir de esa. Tenía que haberlo. Entonces cayó en la cuenta de que él no llevaba ningún arma encima.

Miró al túnel y sólo logro ver oscuridad. Nada se movía ahí dentro. Todo parecía quieto y muerto. Lo pensó un par de veces y, al final, se decidió a salir. Se arrastró por el asfalto caliente, hasta llegar al cuerpo muerto y rígido de Carlos y arrebatarle la pistola de las manos. Cogió el revólver y apuntó con cuidado hacia el túnel.

Intentaba taparse con el cuerpo muerto de su guardaespaldas, pero pesaba demasiado como para moverlo y ponerse bajo él. El sudor le caía a chorros por la sienes y le distraía de su mayor preocupación, encontrar a Costa entre esa oscura quietud. Pensó en hacer fuego, en disparar. Agotar todas sus balas hasta que una acertara en una blanco, el que fuera, y acabara con él. Pero pensó tarde.

Una bala le atravesó el torso, cuando estaba pensando esto. Entró y salió. Pensaba que había sido una avispa o un mosquito, pero había sido una bala. Tan apenas le dolió, hasta que la sangre empezó a salir como una baba espesa y roja. Apretó varias veces el gatillo, pero las balas se perdieron en el cielo, ya no podía ver si quiera a dónde disparaba.

La segunda bala le entró por la mejilla izquierda. Todas las venas de su cara se hincharon y empezó a emitir un extraño sonido, como el de un desagüe embozado. Los ojos, vidriosos y llenos de lágrimas se tiñeron de rojo y la sangre le salió por nariz, boca y orejas. No tardó ni dos minutos en morir de asfixia. Su cuerpo, ahora torpe e inútil, estaba medio tumbado en el asfalto, apoyado en el cuerpo muerto de Carlos. Los dos como dos estúpidas marionetas de trapo, abandonadas en mitad del asfalto resquebrajado y ardiente.

Costa salió del túnel. Había elegido bien su último refugio, ni una sola bala le había tocado. Sin embargo, se sentía más muerto que cualquiera de todos ellos. Laura había muerto y con ella, toda su vida, pero no era eso lo que tenía en su cabeza. Se sentía sin vida, porque era en ese momento, cuando se dio cuenta de que había matado a la única persona que de verdad le quiso, Alcázar, su mejor amigo.

Dejó el Triumph blanco justo al lado el barranco, el morro apuntando a la pendiente rocosa y seca. Volvió sobre sus pasos y miró hacia atrás. Allí, sobre su MG, estaban los cuerpos sin vida de Alcázar y Laura. A Víctor y Carlos los había dejado sobre el asfalto, que se pudrieran allí, pero no podía hacer lo mismo con las dos personas a las que amaba. Ellos no le habían amado. Alcázar, sí. Dio su vida por él, pero Laura nunca le amó. Para ella, Costa sólo fue una nube en el cielo, el único modo que tenía de escapar de la realidad. Jamás le había amado realmente, alguna vez en todo caso sintió algo de cariño, mezclado con pena y lástima por él.

Costa cargó de nuevo su 357, y cuando estuvo lista, disparó. Vació todas sus balas en el Triumph blanco de Alcázar. Los agujeros se abrían en la chapa, del mismo modo que se rompen las hojas con el granizo. La pintura saltaba en pedazos, dejando profundas marcas negras, como mordiscos, en la blanca superficie. Disparó al motor y el coche comenzó a sangrar gasolina.

Costa se acercó hasta el coche y lo empujó, despeñándolo. Pudo ver cómo caía, rebotando contra las rocas, arañándose, resquebrajándose, como si no fuera más que un chicle masticado. Costa puso rumbo a su MG, cuando el coche de Alcázar estallaba en llamas, al fondo del precipicio. Las nubes rojas y negras subían como espuma caliente en el aire. Costa notó como la nube de calor le acarició la espalda, pero también percibió que la lágrima que caía de su ojo, quemaba más, arañando su piel.