viernes, 27 de julio de 2007

La Teoría de La Gran Conspiración (vol. 2)

Una de las películas menos valoradas de todos los tiempos es Ford Fairlane. Está basada en unos cómics del mismo nombre que eran una pequeña joya de la estética y valores ochenteros de Los Ángeles. La dirigió ese tío tan acostumbrado a la mediocridad que es Renny Harlin, justo después de acabar la Jungla 2, en el año 1990. Fue producida por el único hombre que podía hacerlo en esos días: Joel Silver y fotografiada por otro de los grandes, al amigo Oliver Wood, que se zampó buena parte de las temporadas de Corrupción en Miami. Tiene una banda sonora prodigiosa a cargo de un grupo tan de moda entonces como Yello (todo recordaréis a Michael J. Fox volviéndose loco en una limusina con el Oh, yeah! Pues eso es de Yello) y en el reparto hay gente como Priscilla Presley, Wayne Newton y hasta los Motley Crüe, todos peces gordos de la música por aquél entonces. En su día ganó todos los Razzies de ese año (los antióscar, vamos) y en Estados Unidos fue un éxito moderado, si bien en algunos países, como España, fue un bombazo. En buena medida, por el infalible doblaje de Pablo Carbonell.

Jamás se la tiene en cuenta. No es que sea una obra maestra ni mucho menos, pero es una de esas películas que, bajo la apariencia de estupidez monumental esconde un pequeño tesoro. En la trama, El detective Ford Fairlane, descubre que Julian Grendell (Wayne Newton) el magnate de la industria discográfica de L.A. estafa a sus socios, incluido Bobby Black (El catante de Mötley Crue) para sacar una buena tajada y de paso, hacer historia. Porque el amigo Julie mata a Bobby Black y lanza a un nuevo cantante que poco o nada tiene que ver con los guitarreos, solos de batería y chillidos-espectáculo de Black Pague, el grupo de Bobby, claro. El nuevo chico del bloque se llama Kyle Troy y es un pijo de mierda hasta decir basta. Canta canciones ñoñas para niñas tontas y es sensiblón hasta hacer daño a la vista. Sin saberlo (o sabiéndolo perfectamente) Grendell se ha cargado el rock and roll, los 80 y su puta madre (¿acaso es casualidad que sea Priscilla Presley su mujer, a la que mata?). En vez de eso, trae los 90, el pijismo redomado, las canciones lánguidas, los grupos de laboratorio… toda la basura que tuvimos para bien y para mal.

Ford Fairlane habla de Los Angeles en los 80. Ford Fairlane habla de chicas explosivas y cochazos. Ford Fairlane habla de ricachos, pervertidos y mangantes. Pero si de algo habla sobre todo, es de la muerte de la vieja guardia. El rock, el gran rock, que surgió en los 70 y continuó en los 80 transformándose en el heavy metal y sus variantes, estaba en la MTV en la década de Naranjito. Billy Idol era dios. Y también Europe, Mötley Crue, Metallica, AC/DC, Joan Jett rompía los moldes y Aerosmith y Bon Jovi hacían cosas de puta madre. Luego la cosa se jodió. Aparecieron los New kids on the block y gentuza por el estilo. Grupos de medio pelo para una era de medio pelo. La MTV se dedicó a ellos y se acabó el rock and roll. Aerosmith y Bon Jovi jugaron la baza de la selección natural y se volvieron unos pasteleros consumados, con sus baladitas glaseadas. Los demás se retiraron a su rincón y sus fieles. Algunos, se fueron a tomar por el culo de verdad.

Ford Fairlane trata de la muerte del rock and roll, de cómo la propia industria de la música introdujo el pijerío y la estupidez (el ultracapitalismo) cargándose a los rockeros. Estoy seguro que Joel Silver e, incluso, Renny Harlin algo sabían del tema, pero realmente viene de la historia original en formato cómic. Eus dice que hay otra versión sin el doblaje de Carbonell, sería interesante verla para saber hasta qué punto cambia. Porque los chistes serán diferentes, pero el mensaje será el mismo: MTV kills the rock and roll.

jueves, 19 de julio de 2007

Xixón, Elogio del Horizonte (19-07-07)

(dedicado a Pablo Aragüés)
Escribo estas palabras desde la fascinante ciudad de Gijón. Una ciudad cuyas gentes me han acogido con los brazos abiertos en postura de escanciar la sidra. Una ciudad cuyo cielo nos ha negado el obligado sol del verano.


Siento la melancolía del alma de Gijón. Dejo que inunde mi piel,, cada poro de ella. Me siento extraño en una ciudad para mi extraña. No sé si soy un ángel estúpido o un lúdico demonio. Al menos, sé que soy.


Un paso para adelante, dos pasos para atrás.


Ayer celebramos la fiesta de la sidra y derrochamos amistad. Hoy, la lluvia apaga los rescoldos huérfanos de tales sentimientos. Amamos mientras podemos ser amados. Y, mientras tanto, esperamos, contemplando el amor destilado a través de cuerpos ajenos.


Somos confusas espirales, balanceadas por el viento. Aliento de barandillas que admiran un mar de reflejos de cristal. Tan cercanos a la divinidad, tan lejos de la perfección. Somos pasamanos listos para usar; y para ser usados.


Un paso para adelante, cuatromildoscientos pasos para atrás.


Y solo busco en las zonas comunes, los sentimientos que sé que también lo son. Y me encuentro con la mirada de una mujer esquiva de pezones erectos. Y reconozco en ella la mitad del Cielo. Pero, entonces, ¿dónde está la otra mitad?


Ningún paso para adelante, ningún paso para atrás.

martes, 10 de julio de 2007

La culpa aprieta más gatillos (vol. 1)

A Víctor le gustaba que condujera otro cuando lo llevaban en coche. Le hacía sentirse importante. Nunca había querido tener un chófer, expresamente para esa tarea, pero Carlos la había cumplido todos los días de su servicio con la mayor diligencia. A Víctor le gustaba ir así en coche: Que le abrieran la puerta, que él pudiera relajarse en asiento trasero, leyendo el periódico, o simplemente perdiendo el tiempo, mientras otro se preocupaba del insultante tráfico. Le gustaba poder observarlo todo, con calma, sin tener que hacer nada. Así había sido siempre. Pero ese día, Víctor estaba al volante.

Conducía por esa carretera vieja y caliente a más de ciento sesenta, sin despegar el pie del pedal. Sabía que todo había salido mal.

En un viejo almacén, justo enfrente del banco, había colocado a un informador. Era un tipo algo corto de entendederas, pero de confianza. Desde donde estaba, controlaba todas las salidas del banco. Tanto la puerta principal, como la trasera que daba al callejón. No tenía más que recorrer de lado a lado ese piso vacío y destartalado.

Había sido barato comprarlos, tanto al piso como al informador. Víctor los consideraba su póliza de seguros. Si algo fallaba, el tipo informaría directamente a Víctor y, en el caso de que fuera necesario, mataría a quien hiciera falta.

Así lo había hecho. Víctor se alojó junto con Carlos en un pequeño motel de las afueras. Víctor esperó en la habitación toda la mañana. Sentado en la penumbra de las persianas bajadas, para soportar el calor de esa tierra que, cada día más, se parecía al desierto. Carlos estaba en el mismo motel, pero abajo, en el bar. Tomando algo y charlando con el jefe de policía del lugar. Le tenían fichado, sabían que todas las mañanas iba a ese bar a tomar un café y sería Carlos quien estaría con él esa mañana, dándole coba, siempre cerca de su radio, por si escuchaba algo que los hiciera ponerse en marcha.

El teléfono de Víctor sonó, era el informador. Todo había salido mal. Costa había matado a todos, pero Laura estaba muerta y el atraco había sido un desastre.

- ¿Tiene el dinero? – Víctor estaba frenético -.

- Sí, pero han muerto personas ahí dentro. De eso estoy seguro. La mayor parte de los rehenes han escapado. La policía no puede tardar en llegar -.

- ¡Acaba con él! ¡Maldita sea, atraviesa su asqueroso corazón con todas las balas que tengas, vacíale el cargador entero en el pecho! -.

El informador abandonó la habitación y el teléfono, para matar a Costa. En cuanto lo matara, debía volver a llamar a Víctor, pero no lo hizo.

Víctor esperó el tiempo prudente, antes de hacer nada y, cuando estaba marcando el número del bar, Carlos entró por la puerta.

- Otro muerto, en la calle, junto al banco, es nuestro hombre. Debemos movernos -.

Víctor conducía ahora como si nada más hubiese en el mundo. Todo lo que tenía en el mundo estaba en esa bolsa que Costa llevaba en alguna parte, donde quiera que estuviese. Aunque nadie lo sabía, es posible que ni siquiera Carlos, estaba sin blanca. Las cosas no le había ido demasiado bien desde hacía tiempo. Mala suerte. Eso fue lo que pensó al principio. Pero la mala suerte acabó siendo una putada y todo se fue a la mierda. No podía ni echar mano de su propio dinero. Tenía los huevos pillados con la puerta y algo tenía que hacer para solucionarlo, sólo él podía hacerlo.

Ahora era su dinero lo que le preocupaba. Matar a Costa era secundario. Recuperar lo que era suyo, lo que tanto esfuerzo le había costado robar, era lo principal.

Casi no lo pudo creer, cuando vio los cuerpos inertes de Alcázar y Laura, desparramados en el Triumph blanco de Alcázar, ahí en el mismo arcén. Pegó un frenazo. Las ruedas dejaron zigzagueantes marcas de goma en el asfalto y las pastillas de freno chirriaron como yeguas al ser marcadas con el hierro al rojo.

Cerró la puerta de golpe y se acercó hacia ellos. Carlos corrió, poniéndose a su lado. Cauto y precavido, la pistola en el cinto, cerca de la mano.

Víctor trató de pensar con claridad. Si ahí estaban los cuerpos de Alcázar y Laura, Costa no andaría lejos. Alguien había dejado ahí los cuerpos. Costa sabía que ese sería el camino que Víctor tomaría si tenía que llegar a la ciudad lo más rápido posible y por eso los había dejado allí. No había otra razón que para pavonearse, para acojonarle. “Eres el siguiente”, Víctor sabía que eso era lo que significaba en el idioma de los sicarios. Eso era en lo que Costa se había convertido, no era más que un asesino a sueldo, capaz de matar incluso a su mejor amigo.
Cuando escuchó el motor de un coche al otro lado del túnel, supo que era él. Miró, intentando fijar la vista en la sombra que se movía entre la oscuridad del túnel que se extendía delante suyo. Carlos se adelantó, arma en mano, dispuesto a disparar.

A pesar de que no podía ver más que su metálica silueta en el túnel, Víctor sabía que ese era el MG negro de Costa. No lo dudó tampoco, cuando las luces del coche se encendieron en la oscuridad. Costa en seguida salió del coche, en forma de sombra. No era otra cosa, salvo eso, una sombra.

Carlos no lo dudó, apretó el gatillo una, dos, tres veces. Sus balas rebotaron en el suelo oscuro como estrellas fugaces en una pálido cielo de verano, chisporroteando como cables en mal estado. Costa devolvió sus disparos, refugiándose en las sombras. Llegó un momento que Carlos no sabía hacia dónde disparar y que, al mismo tiempo, no lograba averiguar de donde venían las balas que le estaban agujereando el pecho.

Cayó en redondo al suelo. Ni siquiera sintió dolor al romperse la nariz contra el asfalto, para entonces ya estaba muerto. Víctor se había escondido bajo el coche de Alcázar, oculto como podía tras la rueda. Después de los ensordecedores disparos, que rebotaban en el túnel como el eco de lo gritos en la noche, todo parecía haberse calmado. Como si ya nada malo pudiera ocurrir.

Víctor trató de llamar a Carlos, pero no tardó en averiguar en estaba muerto. Víctor intentó aclarar sus ideas. Tenía que haber un modo de salir de esa. Tenía que haberlo. Entonces cayó en la cuenta de que él no llevaba ningún arma encima.

Miró al túnel y sólo logro ver oscuridad. Nada se movía ahí dentro. Todo parecía quieto y muerto. Lo pensó un par de veces y, al final, se decidió a salir. Se arrastró por el asfalto caliente, hasta llegar al cuerpo muerto y rígido de Carlos y arrebatarle la pistola de las manos. Cogió el revólver y apuntó con cuidado hacia el túnel.

Intentaba taparse con el cuerpo muerto de su guardaespaldas, pero pesaba demasiado como para moverlo y ponerse bajo él. El sudor le caía a chorros por la sienes y le distraía de su mayor preocupación, encontrar a Costa entre esa oscura quietud. Pensó en hacer fuego, en disparar. Agotar todas sus balas hasta que una acertara en una blanco, el que fuera, y acabara con él. Pero pensó tarde.

Una bala le atravesó el torso, cuando estaba pensando esto. Entró y salió. Pensaba que había sido una avispa o un mosquito, pero había sido una bala. Tan apenas le dolió, hasta que la sangre empezó a salir como una baba espesa y roja. Apretó varias veces el gatillo, pero las balas se perdieron en el cielo, ya no podía ver si quiera a dónde disparaba.

La segunda bala le entró por la mejilla izquierda. Todas las venas de su cara se hincharon y empezó a emitir un extraño sonido, como el de un desagüe embozado. Los ojos, vidriosos y llenos de lágrimas se tiñeron de rojo y la sangre le salió por nariz, boca y orejas. No tardó ni dos minutos en morir de asfixia. Su cuerpo, ahora torpe e inútil, estaba medio tumbado en el asfalto, apoyado en el cuerpo muerto de Carlos. Los dos como dos estúpidas marionetas de trapo, abandonadas en mitad del asfalto resquebrajado y ardiente.

Costa salió del túnel. Había elegido bien su último refugio, ni una sola bala le había tocado. Sin embargo, se sentía más muerto que cualquiera de todos ellos. Laura había muerto y con ella, toda su vida, pero no era eso lo que tenía en su cabeza. Se sentía sin vida, porque era en ese momento, cuando se dio cuenta de que había matado a la única persona que de verdad le quiso, Alcázar, su mejor amigo.

Dejó el Triumph blanco justo al lado el barranco, el morro apuntando a la pendiente rocosa y seca. Volvió sobre sus pasos y miró hacia atrás. Allí, sobre su MG, estaban los cuerpos sin vida de Alcázar y Laura. A Víctor y Carlos los había dejado sobre el asfalto, que se pudrieran allí, pero no podía hacer lo mismo con las dos personas a las que amaba. Ellos no le habían amado. Alcázar, sí. Dio su vida por él, pero Laura nunca le amó. Para ella, Costa sólo fue una nube en el cielo, el único modo que tenía de escapar de la realidad. Jamás le había amado realmente, alguna vez en todo caso sintió algo de cariño, mezclado con pena y lástima por él.

Costa cargó de nuevo su 357, y cuando estuvo lista, disparó. Vació todas sus balas en el Triumph blanco de Alcázar. Los agujeros se abrían en la chapa, del mismo modo que se rompen las hojas con el granizo. La pintura saltaba en pedazos, dejando profundas marcas negras, como mordiscos, en la blanca superficie. Disparó al motor y el coche comenzó a sangrar gasolina.

Costa se acercó hasta el coche y lo empujó, despeñándolo. Pudo ver cómo caía, rebotando contra las rocas, arañándose, resquebrajándose, como si no fuera más que un chicle masticado. Costa puso rumbo a su MG, cuando el coche de Alcázar estallaba en llamas, al fondo del precipicio. Las nubes rojas y negras subían como espuma caliente en el aire. Costa notó como la nube de calor le acarició la espalda, pero también percibió que la lágrima que caía de su ojo, quemaba más, arañando su piel.

miércoles, 4 de julio de 2007

Apocalypse, please!

Lamata es una de las personas que más me han ayudado a nivel interior. Nos presentó hace la de dios Eus, en el festival de Zaragoza, tras la proyección de Jinetes en la tormenta. Un tiempo después coincidimos en el Fnac, en una charla que teníamos que dar sobre yo que sé qué. Yo me declaré fan acérrimo de esa obra maestra que es su corto Rencor visceral y él, con el tiempo, se convirtió en mi conciencia durante la postproducción.

Todo empezó en Parking. Nada más terminar me dijo que le sobraba un minuto. Yo, perplejo, no sabía qué escena cortar. Él negó con la cabeza y dijo que sobraban colas por todas partes. Las colas son las partes de un plano – por el principio o el final – que sobran. Básicamente, había que agilizar el montaje. Dio en el clavo, quitamos un minuto de película.

En Huida a toca teja, me regaló unas frases portentosas y algunos cortes fundamentales. Él sabe que la mayor parte de las veces no le hago caso a lo que me dice, pero en lo que se lo hago, tiene toda la razón del mundo. En su día ya hablé, de su aportación decisiva a Noches Rojas y en Perceval también ha sido la navaja necesaria en el proceso ese de tirarte a la piscina.

Todo lo que ha aportado a lo que he hecho, me ha sido de gran ayuda, pero fue hace no demasiado, tras ver Perceval, cuando me abrió la puerta a un nuevo conocimiento.

- Tú haces películas de misiones fallidas.

Hasta entonces no lo había pensado nunca, pero tenía toda la razón. A veces sí que miras atrás sin intentar darte una hostia y ver de qué va todo lo que has hecho. Nunca lo ves claro, pero siempre se deja entrever algún indicio. Sí, siempre he sido consciente de mi atracción por la dicotomía éxito/fracaso, sobre todo por lo último. Siempre me he dado cuenta que los personajes que me he sacado de la manga nunca consiguen lo que quieren, pero nunca había sabido verlo tan claro y expresarlo tan bien. Busco lo imposible.

Por eso, me vuelvo loco cuando leo esas notas tan reveladoras de Eleanor Coppola donde dice: Mientras hablábamos me di cuenta de que se trataba del mismo tipo de romántico que Francis, con la misma obsesión por su trabajo, la misma vida fantasiosa, vívida y visual. Una persona que se aburre con facilidad, que continuamente tiene que imponerse metas imposibles, que se siente estimulada por el riesgo y la crisis.

No oso compararme con Coppola, pero sí que me siento conectado a esa forma de ser, de vivir, de actuar y de fracasar. Porque que quede claro, no creo que dentro del cine haya muchos conformistas, hace falta demasiados cojones para sacar adelante cualquier tipo de película, pero algunos estamos más locos que otros.

En el mismo libro, Mrs. Coppola dice: Francis le contaba que se había propuesto hacer un peliculón entretenido de acción y aventuras para buscar un poco de tranquilidad después de los peliagudos e intensos temas personales a los que tuvo que enfrentarse durante el rodaje de El Padrino II. Le dijo que, mirándolo en retrospectiva, podía haber hecho cualquier película, una sobre Mickey Mouse, y hubiera dado el mismo resultado. Se habría convertido en un viaje personal hacia el yo.

Para mí, Perceval ha supuesto un viaje infernal hacia el yo. Un trip de proporciones descomunales. Como una bala que te atraviesa de lado a lado, un taladro traspasándote la sesera. Sí, es un western medieval, sí es una peli de aventuras, sí trata de la Búsqueda del Grial, pero para mí más que nada trata del amor de un hijo a su padre. Todos buscan el Grial por codicia, están dispuestos a matar por alcanzar la Gloria. Perceval está dispuesto a lo que sea, a matar y todo lo que sea necesario, con tal de devolver la ilusión y la vida a su padre, aunque el Rey Arturo no sea su padre real. Al final y al cabo, el amor en la familia. No es casualidad que me haya estado tragando todos los Padrinos durante un año, un montón de westerns de Ford y haya investigado una y otra vez las hazañas del señor Coppola. Perceval ha supuesto un antes y un después en mi yo personal, pero no sólo para mí como individuo, sino para todo lo que me rodea. La relación con mi familia ha cambiado completamente y la relación con mi (ahora) ex-novia también, incluso la relación con mis amigos es distinta.

Entonces, ¿el cine es capaz de cambiar a las personas? Yo creo que sí. Siempre he sido un gran defensor de lo que dijo Orson Welles, acerca de que un buen discurso puede cambiar el mundo. Sean palabras o imágenes o todo ello junto, pueden volverte del revés. A medida que avanzó el rodaje, fui cayendo más y más en lo que se venía avecinando y, una vez acabado el rodaje, estaba claro que eso era un point of no return, un callejón sin salida, un antes y un después. Es jodido saber que eres la oveja negra, pero es más jodido saber que no puede ser de otra manera.

De nuevo nuestra amiga Eleanor dice: Francis me decía que todo estaría bien, que todos le querrían igualmente si fracasaba con esta película. Otros cineastas le dirían: “Bueno, esto era demasiado difícil de resolver, no te sientas mal”. La familia y los amigos sentirían compasión y le cuidarían. Pero la película era un éxito, será una obra que otros cineastas intentarán superar, la gente querrá derribarla. Más éxito y más dinero traerán más resentimiento entre su familia y sus amigos.

Y es verdad. Hacer una cosa enorme es difícil pero eso no es una novedad en mí. ¿Por qué? Porque Lamata estaba en lo cierto. No sólo es las películas que he hecho hablen de misiones imposibles, es que lo que yo hago son misiones imposibles. Eso es lo que me lleva a ir más allá, a intentar superarme y a las más de las veces darme la hostia padre. Pero no me arrepiento. Siempre he dicho que prefiero arrepentirme de lo que he hecho y no de lo que no he hecho. A mi lo de esconder la mano no me va, tiraría la piedra con todas sus consecuencias y de seguro que la cagaría.

Por eso, Perceval es mi Apocalypse Now. Porque llega un momento donde cine y vida real confluyen y, como las nubes de una tormenta, provocan electricidad y cataclismos. Y todo lo que hago construye el cine y todo el cine deconstruye mi vida. Y no es se confunda cine y realidad, no estoy hablando de eso. Sino de todas las barreras que hay superar para hacer cine y para vivir. Como a Coppola le pasa siempre, hay que superar todas las adversidades del proyecto, incluidas las que él mimos se impone.

De nuevo, parafraseando al mago de Oz en palabras de Ellie Coppola: El muro era una ilusión óptica. Es algo muy real cuando tienes los ojos abiertos, pero, si no la miras, la barrera no existe en absoluto.

Y no es nada fácil. De verdad. Aunque parezca sencillo cerrar los ojos para hallar la solución, a veces no sabes que es lo que debes que hacer. Por suerte, tienes a amigos como Lamata para recordártelo.